10. LA HUMILDAD DE CORAZÓN.
No basta la humildad de espíritu que nos da a conocer nuestra miseria e dignidad. La humildad de espíritu sin la humildad de corazón es una humildad diabólica; porque los demonios que carecen de la humildad de corazón, tienen la humildad de espíritu, porque conocen muy bien su indignidad y maldición. Por eso nosotros debemos aprender de nuestro divino Doctor, que es Jesús, a ser humildes no solo de espíritu, sino también de corazón.
Así pues, la humildad de corazón consiste en amar nuestra bajeza y abyección, en sentirse a gusto de ser pequeños y despreciables; tratarnos en nuestro particular como tales; alegrarnos de ser estimados y tratados como tales por los demás; no excusarnos o justificarnos sino por necesidad mayor; no quejarnos jamás de nadie, recordando que al llevar dentro de nosotros mismos la fuente de todo mal, somos dignos de toda clase de reproches y malos tratos; amar y abrazar con todo nuestro corazón, los desprecios, humillaciones, oprobios, y todo lo que nos pueda abajar, y esto por dos razones:
1ª. Porque merecemos toda clase de desprecios y humillaciones y que todas las criaturas tengan derecho de perseguirnos y pisotearnos: más aún, ni merecemos que se tomen el trabajo de hacerlo.
2ª. Porque debemos amar lo que el Hijo de Dios ha amado tanto y colocar nuestro centro y nuestro paraíso, durante esta vida, en las cosas que Él escogió para glorificara su Padre, a saber, los desprecios y humillaciones de los que toda su vida estuvo llena.
Además la humildad de corazón consiste, no sólo en amar las humillaciones, sino también en odiar y tener por abominable toda grandeza y vanidad, siguiendo este divino oráculo salido de la boca sagrada del Hijo de Dios, que te ruego considerar atentamente y grabar fuertemente en tu espíritu: “Lo que es grande ante los hombres, es abominación ante Dios” (Lc 16,15). He dicho toda grandeza, porque no es suficiente despreciar las grandezas temporales y detestar la vanidad de la estima y de las alabanzas humanas, también y mucho más, debemos detestar la vanidad que pueden producir cosas espirituales, y debemos temer y huir lo que es vistoso y extraordinario a los ojos de los hombres, en los ejercicios de piedad, como las visiones, los éxtasis, las revelaciones, el don de hacer milagros y cosas semejantes. No solamente no debemos desear ni pedir a Dios estas gracias extraordinarias, aunque el alma reconociera que Dios le ofrece alguna de esas cosas, debería retirarse al fondo de su nada, estimándose demasiado indigna de estos favores, y pedirle en su lugar, otra gracia menos vistosa a los ojos humanos, más conforme con la vida escondida y despreciada que llevó en la tierra.
Porque aunque es verdad que nuestro Señor, encuentra gusto en colmarnos de sus gracias ordinarias y extraordinarias, por el exceso de su bondad, también le agrada en extremo ver que por un sentimiento sincero de nuestra indignidad y por el deseo de asemejarnos a Él en su humildad, rehuyamos todo cuanto es grande a los ojos de los hombres. Quien no se halla en esta disposición dará lugar a muchos engaños e ilusiones del espíritu de vanidad.
Debes tener en cuenta, sin embargo, que hablo de cosas extraordinarias y no de las acciones que son comunes y ordinarias en los verdaderos servidores de Dios, como comulgar frecuentemente, arrodillarse, por lo menos tarde y mañana para tributar a Dios nuestros deberes, y esto en cualquier lugar o compañía que se pueda; acompañar por las calles al Santísimo Sacramento cuando se le lleva a un enfermo; mortificar su carne por medio del ayuno, o de la disciplina, o de otra penitencia; recitar su rosario, u orar, sea en la iglesia, en casa o de camino, servir y visitar a los pobres o a los prisioneros o hacer cualquier obra de piedad. Porque debes estar atento que al querer omitir el ejercicio de tales acciones con el pretexto de falsa humildad, lo omitas más bien por cobardía. Si el respeto humano o la vergüenza del mundo se oponen a lo que debes a Dios hay que superarlos,
o, pensando que no debes tener vergüenza, sino tener como gloria grande ser cristiano, y actuar como cristiano y servir y glorificar a Dios delante de los hombres y a la faz de todo el mundo. Pero si el miedo a la vanidad y la vana apariencia de una humildad postiza quieren impedirte realizar esas acciones, tú debes rechazarlas, declarando a nuestro Señor que lo haces únicamente por su gloria y considerando que todas estas obras son tan comunes a todos los verdaderos servidores de Dios y deben ser tan frecuentes en todos los cristianos, que no hay motivo de vanidad en una cosa que muchos hacen y que todo el mundo debería hacer.
Sé muy bien que nuestro Señor Jesucristo nos enseña a ayunar, a dar limosna y a orar en secreto; pero el gran san Gregorio declara que se trata de la intención y no de la acción (Homilía XI sobre los Evangelios), es decir, que nuestro Señor no prohíbe que realicemos estas acciones u otras semejantes en público, ya que nos dice en otra parte: “Que brille vuestra luz ante los hombres para que al ver vuestras buenas obras den gloria a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16);pero quiere que nuestra intención se mantenga secreta y escondida, es decir que, en las acciones exteriores y públicas que realizamos , tengamos en el corazón la intención de realizarlas, no para agradar a los hombres, o buscando vanos aplausos, sino para agradar a Dios y buscar su gloria.
Finalmente, la verdadera humildad de corazón que nuestro Señor Jesucristo quiere que aprendamos de Él y que es la perfecta humildad cristiana, consiste en ser humildes como lo fue Jesucristo en la tierra; es decir, en odiar todo espíritu de grandeza y de vanidad, amar el desprecio y la abyección, en escoger siempre en todas las cosas lo que es más vil y humillante y estar en disposición de ser humillados como Jesucristo se humilló en su Encarnación, en su vida, en su Pasión y en su Muerte.
En su Encarnación “se anonadó a Sí mismo, como dice san Pablo, tomando la forma de esclavo” (Fil 2, 7); quiso nacer en un establo, someterse a las debilidades y servidumbres de la infancia y se redujo a mil otros abajamientos. En su Pasión dijo de Sí mismo: “Soy un gusano y no un hombre, vergüenza de la gente y desprecio del pueblo” (Sal 21, 7); llevó sobre sí la ira y el juicio de su Padre, cuya severidad es tan grande que le hace sudar sangre y en tal abundancia que la tierra del jardín de los Olivos se empapó toda. Se sometió al poder de las tinieblas como Él mismo lo afirma (Lc 22, 53), es decir, de los demonios, quienes por medio de los Judíos,de Pilato, de Herodes, le hicieron padecer todas las indignidades del mundo. La Sabiduría increada es tratada, por los soldados y por Herodes, como si fuera un bellaco. Es azotado y clavado en la cruz como un esclavo y un ladrón. Dios, que debía ser su refugio, lo abandonó y lo miró como si Él solo hubiera cometido todos los crímenes del mundo. Y, finalmente, para hablar según el lenguaje de su Apóstol,“fue hecho anatema y maldición por nosotros” (Ga 3, 13), más aún, ¡oh extraño y espantoso envilecimiento!, el poder y la justicia de Dios lo hizo pecado, porque así dice san Pablo: “Dios lo hizo pecado por nosotros” (2 Co 5, 21); es decir, que no sólo cargó con las confusiones y abajamientos que merecen los pecadores, sino también con todas las ignominias e infamias del pecado mismo que es el estado más vil y más ignominioso al que Dios pueda reducir al más grande de sus enemigos. ¡Oh Dios, cuánta humillación para un Dios, para el Hijo único de Dios, para el Señor del universo, ser reducido a este estado! Oh, ¿será posible, Señor Jesús, que ames tanto al hombre hasta anonadarte en esa forma por su amor? ¿Cómo podrás tener vanidad, oh hombre, cuando ves a tu Dios tan abajado por el amor a tí? ¡Salvador mío,que yo sea humillado, anonadado contigo, que entre en los sentimientos de tu profundísima humildad y que esté dispuesto a sufrir las confusiones y abajamientos que se deben al pecador y al pecado mismo.
Es en esto que consiste, la perfecta humildad cristiana, en querer ser tratado, no solamente como se merece un pecador, sino en llevar todas las ignominias y envilecimientos, que se deben al mismo pecado ya que nuestra Cabeza que es Jesús, que es el Santo de los santos y la santidad misma, los ha sufrido y más lo merecemos nosotros, que somos pecado y maldición por nosotros mismos. Oh, si grabamos profundamente estas verdades en nuestro espíritu, encontraremos que tenemos un gran motivo para gritar y decir a menudo con santa Gertrudis: “Señor, uno de los milagros más grandes en este mundo es permitir que la tierra me sostenga”(Legado de la divina Piedad, lib.1, c.XI).