9. LA HUMILDAD DE ESPÍRITU.
Hay dos clases de humildad: a saber la humildad de espíritu y la humildad de corazón, que juntas realizan la perfección de la humildad cristiana.
La humildad de espíritu es un profundo conocimiento de lo que realmente somos delante de los ojos de Dios. Porque para conocernos bien, es necesario mirarnos, no según lo que aparecemos ante los ojos y el juicio engañoso de los hombres, ni desde la vanidad y presunción de nuestro espíritu, sino según lo que somos a los ojos y el juicio de Dios. Para ello es preciso mirarnos a la luz y verdad de Dios, por medio de la fe.
Así, si nos miramos a esta luz celeste y con los ojos divinos, veremos, que:
1) Como hombres, no somos más que tierra, polvo, corrupción, nada; nada poseemos, nada podemos, nada somos por nosotros mismos. Porque la criatura habiendo salido de la nada es nada, no tiene nada y no puede nada por sí misma.
2) Como hijos de Adán y como pecadores, nacimos en pecado original, enemigos de Dios, sometidos al diablo, objeto de la abominación del cielo y de la tierra, incapaces de hacer algún bien y de evitar algún mal por nosotros mismos y por nuestra propia fuerza; no tenemos otra vía de salvación que renunciar a Adán y cuanto tenemos de él, a nosotros mismos, a nuestro propio espíritu y a nuestras propias fuerzas, para darnos a Jesucristo y entrar en su espíritu y su virtud. Es muy cierto lo que Él nos dice, que “no podemos liberarnos de la servidumbre del pecado si Él no nos libra de él” (Jn 8, 33-36); que “sin Él no podemos hacer absolutamente nada”(Jn15, 5), y que “después de haber hecho todo podemos y debemos decir con verdad que somos siervos inútiles” (Lc 17, 10). Igualmente, san Pablo nos dice que “por nosotros mismos somos incapaces de atribuirnos cosa alguna como propia y que toda nuestra capacidad viene de Dios” (2 Co 3, 5); y que “no podríamos pronunciar el santo nombre de Jesús sin la asistencia de su Espíritu” (1 Cor 12, 3).
Esto procede no sólo de la nada de la criatura, que es nada en sí misma y no puede nada, sino también del sometimiento que tenemos al pecado, porque hemos nacido de Adán que nos engendró, es verdad, pero dentro de su condenación; él nos dio la naturaleza y la vida, pero dentro del poder y cautividad del pecado, como la tenía él mismo después de su falta; no nos pudo engendrar libres, porque él mismo era esclavo, ni nos pudo dar la gracia y la amistad de Dios que él había perdido. De modo que por justísimo juicio de Dios llevamos todos ese yugo de iniquidad que la Escritura llama “el reino de la muerte” (Rm 3, 14.17) que nos impide realizar las obras de libertad y de vida, es decir las obras de la verdadera vida y libertad, propia de los hijos de Dios, sino sólo obras de muerte y de cautividad, obras privadas de la gracia de Dios, de su justicia y santidad. ¡Oh qué tan grande es nuestra miseria e indignidad que fue preciso que el Hijo de Dios nos adquiriera con su Sangre hasta el más pequeño pensamiento de servir a Dios, aún hasta el permiso de presentarnos delante de Él! Pero esto no es todo.
Si nos miramos a la luz de Dios, veremos que, como hijos de Adán y como pecadores, no merecemos existir ni vivir, ni que la tierra nos sostenga, ni que Dios piense en nosotros, ni siquiera que se tome el trabajo de ejercer en nosotros su justicia. Por eso el santo hombre Job tenía razón al asombrarse de que Dios se dignara abrir los ojos sobre nosotros y que se diera la pena de juzgarnos: “¿Y Tú te dignas de abrir tus ojos sobre un ser semejante y lo llevas a juicio contigo?” (Jb 14, 3). Es ya bastante gracia que Él nos soporte en su presencia y permitir que la tierra nos lleve; y si no hiciera un milagro, todas las cosas contribuirían a nuestra ruina y perdición. Es lo propio del pecado, que al apartarnos de la obediencia a Dios, nos ha privado de todos nuestros derechos.Como consecuencia de esto, ya no son nuestros, ni nuestro ser, ni nuestra vida, ni nuestras almas, ni nuestros cuerpos, ni sus facultades. El sol no nos debe más su luz, ni los astros sus influencias, ni la tierra su soporte, ni el aire la respiración, ni los otros elementos sus cualidades, ni las plantas sus frutos, ni los animales su servicio; antes bien todas las criaturas nos deberían hacerla guerra y emplear todas sus fuerzas contra nosotros, porque empleamos las nuestras contra Dios, para vengar la injuria que hacemos a su Creador; la venganza que al fin los siglos todo el mundo emprenderá contra los pecadores,se debería ejercer todos los días contra nosotros cuando cometemos nuevas ofensas. En castigo por uno solo de nuestros pecados, Dios podría justísimamente despojarnos del ser, de la vida, y de todas las gracias temporales y espirituales que nos ha dado y ejercer sobre nosotros castigos de toda clase.
Veremos igualmente que de nosotros mismos, en cuanto pecadores, somos otros tantos demonios encarnados, otros Luciferes y otros Anticristos, pues nada hay en nosotros que no sea contrario a Jesucristo. Llevamos en nosotros un demonio, un Lucifer, un Anticristo, es decir, nuestra propia voluntad, nuestro orgullo y nuestro amor propio, que son peores que todos los demonios, que Lucifer y el Anticristo; porque todo lo que los demonios, Lucifer y el Anticristo hacen de malo, lo toman de la propia voluntad, del orgullo y del amor propio. De parte nuestra no somos más que un infierno lleno de horror, de maldición, de pecado, de abominación.
Tenemos en nosotros en principio y en semilla, todos los pecados de la tierra y del infierno; la corrupción que el pecado original ha puesto en nosotros, siendo una raíz y una fuente de pecados de toda clase, según las palabras del Profeta–Rey: “He aquí que fui concebido en las iniquidades; mi madre me concibió en los pecados” (Sal 51, 7). De esto se sigue que si Dios no nos llevara siempre entre los brazos de misericordia, si no realizara el perpetuo milagro de preservarnos de caer en el pecado, nos precipitaríamos a cada hora en un abismo de iniquidades de toda clase. Somos, finalmente, tan horribles y tan espantosos, que si pudiéramos vernos como Dios nos ve, no podríamos soportarnos. Por eso leemos de una santa que pidió a Dios conocerse a sí misma, y habiéndola Dios escuchado, se vio tan horrible que gritaba: No tanto,Señor, que voy a flaquear. Y el Padre Maestro Ávila refiere haber conocido a una persona que le hizo la misma súplica a Dios y se vio tan abominable que empezó a gritar con grandes alaridos: Señor, te conjuro por tu misericordia, que apartes ese espejo de mis ojos: ya no me interesa ver mi imagen.
Y después de esto, ¡tener buena estima de nosotros mismos, pensar que somos y merecemos alguna cosa! Y después de esto, ¡amar la grandeza y buscar la vanidad, complacerse en la estima y las alabanzas de los hombres! ¡Oh, qué cosa extraña ver criaturas tan mezquinas y miserables como somos, querer elevarse y enorgullecerse! ¡Oh, con tanta razón el Espíritu Santo, hablando por el Eclesiástico, nos manifiesta que “tiene aversión y horror por un pobre que es orgulloso” (25, 3-4). Porque si el orgullo es insoportable en cualquier persona que se encuentre, ¿qué debe ser en aquel a quien la pobreza obliga a una extrema humildad? Es sin embargo, este un vicio común a todos los hombres, quienes, por grande que aparezca su condición a los ojos del mundo, llevan impresas las señales de su infamia, es decir, su condición de pecadores que debería mantenerlos en un grandísimo abajamiento ante Dios y ante todas las criaturas. Y sin embargo, ¡oh deplorable desgracia!, el pecado nos hace tan viles y tan infames, que no queremos reconocer nuestra miseria, semejantes en esto a Satanás, quien siendo por el pecado que domina en él, la más indigna de las criaturas, es sin embargo tan soberbio que no quiere admitir su ignominia. Por eso Dios detesta tanto el orgullo y la vanidad: porque conociendo nuestra bajeza e indignidad, y viendo que una cosa tan baja y tan indigna quiere elevarse, esto se le hace extremadamente insoportable. Y particularmente, recordándose de que Él, la grandeza misma y que es todo, se rebajó hasta la nada, y viendo que después de esto, la nada quiere exaltarse, ¡oh, esto le es más que insoportable! No puede soportar que la nada pretenda encumbrarse.
Si quieres, por tanto, agradar a Dios y servirle perfectamente, dedícate conscientemente a esta divina ciencia del conocimiento de ti mismo; establece estas verdades en tu espíritu, considerándolas frecuentemente ante Dios, y rogando todos los días a nuestro Señor que las imprima a fondo en tu alma. Ten presente no obstante, que como hombre, como hijo de Adán y pecador, eres todo lo que acabo pintar, sin embargo como hijo de Dios y miembro de Jesucristo, si estás en su gracia, tienes una vida nobilísima y muy sublime y posees un tesoro infinitamente rico y precioso. Y ten presente también que, aunque la humildad de espíritu te obliga a reconocer lo que por ti mismo eres y en Adán, ella no puede ocultarte lo que eres en Jesucristo y por Jesucristo, y no te obliga a ignorar las gracias que Dios te ha hecho mediante su Hijo, de otra manera sería una falsa humildad; antes bien te lleva a reconocer que todo lo bueno que hay en ti viene de la purísima misericordia de Dios, sin que lo hayas merecido. He ahí en qué consiste la humildad de espíritu.