11. PRÁCTICA DE LA HUMILDAD CRISTIANA.

Al ser tan importante y necesaria, como se ha dicho, la humildad cristiana, debes buscar toda clase de medios para afianzarte en esta virtud.

Con este fin, te exhorto nuevamente a leer y releer frecuentemente y a considerar y pesar atentamente las verdades que te he propuesto, sobre la humildad de espíritu y la humildad de corazón, y las que te quiero proponer aquí; y suplicar a nuestro Señor, que Él mismo las imprima en tu  espíritu y te haga producir en el corazón y en el alma los sentimientos y los efectos.  No basta que conozcas, en general  y superficialmente, que nada eres, que no tienes poder alguno de obrar el bien y de evitar el mal, que “todo bien desciende de lo alto, del Padre de las luces” (St 1, 17), y que toda obra buena nos viene de Dios mediante su Hijo; también es preciso, afirmarte poderosamente en una profunda convicción y en un vivo sentimiento de tu cautividad bajo la ley del pecado, de tu inutilidad, incapacidad e indignidad para servir a Dios,de tu insuficiencia para todo bien, de tu nada,  de tu extrema indigencia y urgente necesidad que tienes de Jesucristo  y de su gracia.

Por eso debes llamar a gritos constantemente a tu Liberador y acudir, en todo momento a su gracia, apoyándote únicamente en su poder y bondad.

Dios permite a veces que luchemos largo tiempo para vencer alguna pasión y para establecernos en  alguna virtud y que no adelantemos mucho en lo que pretendemos, para que reconozcamos, por experiencia, lo que somos y podemos por nosotros mismos y esto nos obliga a buscar fuera de nosotros, en nuestro Señor Jesucristo la fuerza para servir a Dios. Dios sólo quiso enviar a su Hijo al mundo después de que el mundo lo deseó miles de años, y experimentó por espacio de dos mil años que no podía observar su ley, ni librarse del pecado y que necesitaba un espíritu y una fuerza nueva para resistir al mal y obrar el bien: nos mostraba así que quería que reconociéramos más nuestra miseria para darnos su gracia.

Según esta verdad, debes reconocer cada día delante de Dios  tu miseria, tal como Dios la conoce, y renunciar a Adán y a ti mismo, porque no sólo él, sino también tú has pecado y hipotecado tu naturaleza al diablo y al mal. Renuncia, pues, totalmente a ti mismo, a tu propio espíritu, a todo el poder  y  capacidad que creas poseer en ti. Porque todo el poder que Adán ha dejado  en la naturaleza del hombre es solo impotencia; sentir  que cuanto poseemos es pura ilusión, presunción  y falsa opinión de nosotros mismos; sólo tendremos verdadero poder y libertad para el bien, cuando nos renunciemos y salgamos de nosotros mismos y de todo lo nuestro, para vivir en el espíritu y el poder de Jesucristo.

Después de renunciar, adora a Jesucristo, entrégate plenamente a Él y ruégale que ejerza sobre ti los derechos de Adán y los tuyos, porque Él adquirió los derechos de los pecadores con su Sangre y con su Muerte, y quiere vivir  en ti en lugar de Adán, y despojarte  de tu naturaleza y apropiarse y emplear todo lo que tú eres. Declárale que quieres deshacerte en sus manos de todo lo que eres, y que deseas salir  de tu propio espíritu, que es un espíritu de  orgullo y de vanidad, y de todas tus intenciones, inclinaciones y disposiciones para vivir sólo en su espíritu, en sus intenciones, inclinaciones y disposiciones divinas y adorables.

Suplícale que, por su inmensa misericordia, te saque de ti mismo como de un infierno,para meterte  en Él, para establecerte en su espíritu de humildad, y esto no por tu interés o satisfacción sino para su contento y su pura gloria. Suplícale  aún que emplee su divino poder para destruir en ti tu orgullo y que no cuente con tu debilidad, para establecer en ti su gloria por medio de una perfecta humildad. Y recordando, que por ti mismo como pecador, eres un demonio encarnado, un Lucifer y un Anticristo, como se ha dicho, por el pecado, el orgullo y el  amor propio que permanece siempre en cada uno de nosotros, ponte frecuentemente, especialmente al comienzo de la jornada, a los pies de Jesús y de su santa Madre y diles:

“Oh Jesús, oh Madre de Jesús, mantened a este miserable demonio bajo vuestros pies, aplastad esta serpiente, haced morir este Anticristo con el soplo de tu boca, atad a este Lucifer para que no haga nada en este día contra tu santa gloria”.

No pretendo decirte que cada día pronuncies delante de Dios todas estas cosas, como están aquí registradas, sino como plazca al Señor hacértelas gustar, un día de una manera, otro día de otra.

Cuando formules deseos y propósitos de ser humilde, hazlos entregándote al Hijo de Dios para cumplirlos, diciéndole:

“Me doy a Ti, mi Señor Jesús, para entrar en tu espíritu de humildad;  quiero pasar contigo  todos los días de mi vida en esta santa virtud. Invoco sobre mí el poder de tu espíritu de humildad, para que ella aniquile mi orgullo y me mantenga contigo en humildad. Te ofrezco las ocasiones de humildad que se me presenten en la vida, bendícelas, por favor. Renuncio a mí mismo y a cuanto pueda impedirme tener parte en la gracia de tu humildad”.

Pero después de esto no te confíes en tus propósitos ni en esta práctica: sino apóyate únicamente en la pura bondad de nuestro Señor Jesús.

Lo mismo puedes con las demás virtudes o santas intenciones que presentes a Dios. Y, de esta  manera, estarán fundadas no en ti mismo sino en nuestro Señor Jesucristo y en la gracia y misericordia de Dios sobre tí.

Cuando presentemos a Dios nuestros deseos e intenciones de servirlo, ha de ser con una persuasión profunda de que no lo podemos ni lo merecemos; que, si Dios hiciera su justicia, no soportaría siquiera  que pensáramos en Él, y  es por su grandísima bondad  y por los méritos y la Sangre de su Hijo, que Dios nos tolera en su presencia y nos permite esperar de Él la gracia de servirlo.

No debemos extrañarnos cuando fallamos en  nuestros propósitos; porque somos pecadores y Dios no nos da su gracia. “Yo sé, dice san Pablo, que el bien no habita en mí, y no encuentro el medio  para realizar el bien que deseo” (Rm 7, 18).

Nuestra debilidad  es tan grande que no basta haber recibido de Dios el pensamiento del bien; es necesario que recibamos  también la voluntad y la resolución; y si, después de recibirlos, Dios no nos da  el cumplir y  la perfección, no hay nada; y además de esto, todavía necesitamos la perseverancia hasta el fin de la vida.

Por eso debemos tender a la virtud con sumisión  a Dios; debemos desear  su gracia y suplicársela, pero extrañándonos de recibirla; y cuando caemos,  adoremos su juicio sobre nosotros, pero no nos  desanimemos; humillémonos y perseveramos siempre en entregarnos a Él para entrar en su gracia con mayor virtud;  y vivir siempre muy agradecidos con Él porque nos soporta en su presencia y nos da el pensamiento de querer servirlo.Y también, si después de mucho trabajo, Dios no nos da más que un solo buen pensamiento, debemos reconocer  que todavía  no lo merecemos, y estimarlo tanto que nos podemos tener por muy bien recompensados por tanto trabajo. ¡Ay de mí! Si los condenados, después de mil años de infierno, pudieran tener un solo buen pensamiento de Dios, lo tendrían para honor y gloria; y el diablo está rabioso por lo que jamás tendrá, porque él mira el bien como una excelencia que su orgullo desea y se ve privado de él por la maldición que soporta. Nosotros somos pecadores como ellos, y sólo por la misericordia que Dios nos hace, que nos separa de ellos, nos obliga  a estimar sus dones y a contentarnos con ellos; porque por pequeños que sean, son siempre más de lo que merecemos. Entra cuidadosa y profundamente  en este espíritu de humilde reconocimiento de tu indignidad, y así atraerás a tu alma miles bendiciones de Dios y será más glorificado dentro de ti.

Cuando Dios te concede algún favor, para ti o para otro, no atribuyas esto al poder de tus plegarias, sino a su pura misericordia.

Si en las buenas obras que Dios, por gracia, te concede realizar, sientes alguna  vana complacencia o algún espíritu de vanidad, humíllate ante Dios, pensando que todo el bien, viene sólo de Dios y que de ti, solo puede salir toda clase de mal; que tienes más motivos para temer y para humillarte, a la vista  de muchas deficiencias  e imperfecciones con que realizas tus acciones, que para inflarte y elevarte ante el poco bien que haces, que tampoco es tuyo.

Si te censuran y desprecian, acéptalo como algo que has merecido y en honor de los desprecios y calumnias del Hijo de Dios. Si recibes algún honor o alabanzas y bendiciones, refiérelos a Dios, cuidándote de no apropiártelos ni adormecerte en ellos, por temor a que no sean la recompensa de tus buenas acciones y de que caiga sobre ti el efecto de estas palabras del Hijo de Dios: “Hay de vosotros cuando los hombres hablan bien de vosotros, porque así hacían a  los falsos profetas” (Lc 6, 26). Palabras que  nos enseñan a considerar y temer las alabanzas y bendiciones del mundo no sólo como viento, humo e ilusión, sino también como una desgracia y una maldición.

Ocúpate gustoso en acciones humildes y despreciables, que traen abyección, para mortificar tu orgullo;  pero ten cuidado de hacerlas en espíritu de humildad y con sentimientos y disposiciones acordes con la acción que ejecutas.

Al comenzar todas tus acciones humíllate siempre ante Dios, pensando que eres indigno de existir y de vivir y por lo tanto de actuar, y que nada puedes hacer que le agrade si no te da la gracia para ello.

En síntesis, graba hondo en tu espíritu estas palabras del Espíritu Santo y llévalas cuidadosamente a la práctica: “Humíllate en todas las cosas, y hallarás gracia ante Dios; porque el gran poder es solo de Dios, y  es honrado por los humildes” (Sir 3, 18-20). (LeRoyaume de Jésus, Oeuvres Complètes, I, 214-233).

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